miércoles, 31 de agosto de 2016

Cuento: La cacería

Aunque Adelaida no es un nombre muy común, la Cazadora lo es aún menos. Pero así era mi madre: poco convencional. Tampoco lo era su grupo, la Tropa, aunque sus trabajos en la ciudad indicaran lo contrario. Oficinistas, artistas y amos de casa. Cuando Adelaida, Ágata, Julia, Martín, Otto y el gran Tom iban al bosque, se convertían en rastreadores, tramperos y francotiradores infalibles cuyo único objetivo era perseguir animales, como tú. Mientras estaban allí sólo les importaba la caza.

El resto nos quedábamos en el refugio y esperábamos a que volvieran, preparando la Cena del Regreso. Así llamaban al momento en que se sentaban a repasar las tácticas y las trampas que habían utilizado. Hablaban de los aciertos y de los fallos para aprender. Nunca reían ni alardeaban de lo que ocurría en el bosque. Simplemente lo analizaban como profesionales que deben mejorar en su trabajo.

Aún recuerdo el verano de mi decimoquinto cumpleaños, el más caluroso de los últimos diez años y que sólo fue un anticipo de lo que vendría después. A mi madre le diagnosticaron un cáncer. Inoperable. Intratable. Le daban tres meses de vida. Decidieron que si aquel agosto sería su última cacería, mi cumpleaños era el momento perfecto para que la Tropa admitiese a un nuevo miembro.

—Hemos visto huellas de botas en la zona —dijo mi madre—. Debemos confirmar si son furtivos.
—Si los encontramos —pregunté—, ¿vamos a dispararles?
—Sólo queremos hablar —me contestó muy seria—, pero, si hace falta, tenemos dardos tranquilizantes.

Miré en sus ojos verdes pero no vi a mi madre. Había desaparecido. Allí sólo estaba Adelaida la Cazadora.

—Sí, señora —contesté y no hice más preguntas.

Los rastreamos y los seguimos. Los encontramos la segunda mañana. Eran tres hombres vestidos de camuflaje. Con sigilo, los rodeamos en una hondonada y les dimos el alto.

Ellos dispararon primero. Ágata respondió con tres dardos. En pocos segundos, dormían como lirones.

Les quitamos sus armas y los atamos. El interrogatorio fue rápido. Eran furtivos, cazadores sin licencia ni escrúpulos. Su objetivo era uno de los legendarios lobos gigantes, los guardianes del bosque que nadie había visto desde hacía años.

—Os llevaremos ante las autoridades —dijo la Cazadora—. Por el camino aprenderéis lo que significa ser presas.  

No había ni un atisbo de amenaza o sarcasmo en sus palabras. Sólo era información.

—Si vosotros no sois la policía —preguntó uno—, ¿quiénes sois?
—Valentina —me dijo mi madre—, ve con Tom al río a por agua. Hace mucho calor y necesitamos refrescarnos.

Quise protestar pero no pude. Tom me cogió con su enorme brazo por los hombros y nos alejamos. Lo último que vi es que mi madre se sentaba frente a sus prisioneros.

Dimos un rodeo enorme y, cuando volvimos con los demás, los furtivos estaban magullados, sudados y agotados, como si hubiesen corrido durante horas a través de espinos y rocas. Mi madre me dijo que habían intentado escapar. Sabía que no decía toda la verdad pero, una vez más, no pregunté. No era el momento.

Caminamos toda la tarde y, al anochecer, llegamos a la parte más profunda del bosque, un lugar oscuro y tenebroso donde las sombras amenazaban con cumplir mis peores pesadillas. Allí, arrinconada entre árboles, se escondían las ruinas de una antigua ermita de piedra. La vegetación había crecido a su alrededor cubriendo sus muros y creado una cúpula de ramas y hojas para reemplazar el lugar donde había estado su techo.

Nunca olvidaré la primera vez que entré. Apenas quedaba piedra visible entre las ramas, y los retablos y los frescos que pudiese haber contenido habían desaparecido tiempo atrás. La forma en que la luz de la luna se filtraba entre las hojas brillantes y se centraba alrededor un altar de piedra maciza al que le habían desaparecido todos los grabados era hipnótica, casi mágica.

Guiamos a los tres prisioneros hasta el altar e hicimos que se arrodillaran. No opusieron resistencia. Temblaban. Estaban aterrorizados.

—¿No íbamos a llevarlos a la policía? —le susurré a mi madre.
—Es lo que estamos haciendo —contestó.

Cerró los ojos, se llevó las manos a la boca y aulló. Aulló con todas sus fuerzas y los demás miembros de la Tropa se unieron a ella. Ella me hizo un gesto y yo aullé con ellos. Aullé sin saber qué hacía.

Escuché un crujido fuerte y seco, el mismo que hacen los huesos al partirse, seguido de un grito de dolor que se convirtió en un aullido animal, salvaje, lleno de alegría. Nos callamos.

Un gran lobo blanco apareció de la nada y se quedó de pie junto al altar, observando con sus ojos verdes a los tres furtivos. Les enseñó los dientes y gruñó y, por debajo de aquel sonido gutural, aparecieron palabras.

—Matáis ciervos y conejos —dijo con voz femenina—. Matáis osos. Matáis lobos. Matáis para que los leñadores puedan seguir reduciendo nuestro hogar. Matáis sin remordimiento. Le quitáis vida al bosque a cambio de sucio dinero y no dais nada a cambio. Hasta ahora.

No era una amenaza, sólo información. Me giré hacia mi madre para preguntarle qué ocurría, pero donde ella debería estar sólo encontré su ropa despedazada. Miré de nuevo a la loba, miré en sus ojos, y la encontré. Asintió, cerró los ojos y aulló.

Las paredes empezaron a vibrar y con ellas las hojas, que concentraron los rayos de luz de luna sobre las frentes de los tres hombres.

Sin gritos, su piel se iluminó y, de repente, se vaporizaron. Sólo dejaron su ropa, polvo y unas semillas blancas que recogió Julia. Entonces la loba se me acercó, me dio un beso de despedida en la frente y desapareció.

Con esto he cumplido el ritual, furtivo. Sabes lo que debes saber. Ahora serás la presa. Si escapas, vivirás. Si no, conocerás a mi madre y devolverás al bosque parte de lo que le has quitado. No te estoy amenazando. Sólo es información.

Tienes diez minutos de ventaja. Puedes empezar a correr cuando quieras.


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Con este relato participo en el concuro #RelatosDeVerano de Zenda Libros:
http://www.zendalibros.com/concurso-relatos-verano/

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