sábado, 4 de octubre de 2008

Puertas y llaves

No conozco su nombre. De él sólo sé que aparentaba unos sesenta años y a la una de la madrugada no era capaz de abrir la puerta de su casa. Vestía como quien viene de una boda que se ha desmadrado, con la camisa por fuera, la americana en la mano y los pantalones un poco bajados y el olor del humo del tabaco impregnado en su ropa. Pero con barba de tres días.

El pobre hombre había conseguido girar la llave, pero no parecía tener fuerza suficiente para empujar la puerta. Pensé que iba borracho y empujé por él. Me miró con ojos vidriosos y me susurró un gracias conciso, seguro y perfectamente articulado. Despacio empezó a intentar avanzar, pero parecía que, mientras su mente decía 'adelante', su cuerpo decía 'dentro de un rato'.

Fue entonces cuando me vino a la memoria el perro de una amiga. El pobre animalito sufre una enfermedad cerebral y no es capaz de ir a donde quiere. A veces tarda minutos en meter la cabeza en el plato del agua porque sus patas traseras le arrastran por todas partes antes de dejarle ir donde él quiere. Un esclavo de su cuerpo.

El caso es que el hombre este se acercó a las escaleras del patio, caminando encorvado, con las rodillas ligeramente flexionadas y arrastrando los pies, con lo talones juntos y las puntas totalmente separadas, como un Charles Chaplin decadente que, en lugar de hacerte reír te mantenía en tensión, con el corazón en un puño. Porque tras cada escalón que subía se tambaleaba y parecía que iba a caer rodando como un muñeco roto.

Pero llegó a lo alto de la escalera, al ascensor y se quedó parado. Subí a ver qué le pasaba y el mundo se me cayó al suelo. Estaba de pie, con el brazo extendido, intentando alcanzar la puerta. Tenía la mano a treinta centímetros del tirador, pero era incapaz de mover un sólo músculo para acercarse.

Le abrí la puerta y, al avanzar hacia el ascensor, se quedó con la puerta entre las piernas e incapaz de ir a su destino. Poco a poco, empujándose contra ésta, consiguió esquivar la puerta y encararse a la caja del ascensor. Después, con un esfuerzo que parecía sobrehumano, fue avanzando centímetro a centímetro hasta que entró y se giró para mirar el panel de mandos.

- ¿Quiere que le ayude a entrar en casa? - le pregunté.

- Tranquilo, tengo la llave - me dijo mientras me la enseñaba, seguro de lo que tenía en la mano.

Entendí que aquello era un adiós. Sólo pude cerrar la puerta del ascensor y verlo irse, tratando de imaginarme cómo conseguía mantener la sangre fría, cuántas veces había tenido que enfrentarse a aquellos retos o cuál era la auténtica causa de aquel comportamiento y de su aspecto desaliñado.

Salí de aquel patio y me fui a casa, preguntándome si aquella llave que me había mostrado serviría también para abrir la puerta que estaba separando su mente y su cuerpo.