Con los pies a remojo mientras pescaban en el río del laberinto, recordaban los buenos tiempos cuando luchaban con príncipes y ladrones ávidos de gloria para proteger sus tesoros; cuando podían comerse cualquier bicho de los pueblos de alrededor sin explicaciones; cuando las princesas les pedían que se deshiciesen de los indeseables que sólo las querían para heredar su reino y ellas les recompensaban con historias y compañía. Pero esos tiempos habían pasado. Ya no podían matar ni cazar pero tenían tranquilidad, internet y cheques de restaurante y, a cambio, sólo tenían que girarse de vez en cuando y saludar a los turistas.
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