El suelo era de piedra y estaba frío. Era lo segundo que había notado al despertar. Lo primero había sido el dolor que se acumulaba por todo su cuerpo, como si lo hubiesen hecho zumo concentrado y luego hubieran querido hacer una fruta hermosa de los restos. Decidió que lo mejor era no moverse. Abrió los ojos poco a poco intentado utilizar el menor número posible de músculos. No esperaba ver nada útil, pero, aún así, realizó el esfuerzo. Se encontró con un techo de piedra oscura más bien poco interesante. Moviendo los ojos a muy despacio, siguió el techo hasta que se encontró con una única pared sin esquinas. Llegó a la conlusión de que la habitación donde que se encontraba era un cilindro de piedra. La luz entraba por tres troneras: una a su derecha, otra a su izquierda y la última entre sus piernas. No intentó mirar si había algo tras su cabeza; abrir los ojos ya había supuesto un sobreesfuerzo. Así, el Señor del Laberinto se quedó como lo habían dejado: desnudo y estirado como una estrella de mar. Poco a poco cerró los ojos y esperó.
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