Pestañeó dos veces para decir que sí. Después otra más para decir que no. Tras eso el ángel se rascó la nariz, la oreja y el cuello y tiró un as. No tenía sentido. Todos los gestos estaban mal. El demonio sacó un triunfo, recogió la mano y me miró con lascivia. Miré su montón de fichas y después el nuestro, cada vez más pequeñito. Tragué saliva. Si en el siguiente juego también hacía falta mentir, lo íbamos a pasar muy mal.
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